sábado, 8 de diciembre de 2012

Dominguicidio.


Era Domingo, otro Domingo de esta primavera que ya se tornaba eterna. Ella, como de costumbre respiraba profundo cerca del patio, y lloraba mientras veía caer la lluvia fina sobre las plantas que había adoptado cual hijas primerizas. No sabia muy bien el porque de sus lágrimas resbalando por sus mejillas, pero la cuestión es que ahí estaban, siempre estaban, todos los Domingos, todos los de lluvia. En algún morboso sentido disfrutaba hasta el extremo de esta sensación de melancolía que la embargaba a veces, pero por otro lado la eterna agonía ya la tenía un poco harta. Buscaba en sí en cada episodio encontrar un motivo particular por el cual llorar, y se perdía en motivos, en razones que avalaran de algún modo su estado tan particular. Quería desaparecer, dejar de ser ese sujeto NN que veía en el espejo, a veces se odiaba, se miraba al espejo y se insultaba sin parar, a su personalidad, a su alma, a sus variables formas de ser que veía reflejadas todas en esa imagen medio irreconocible en su reflejo. Se despreciaba, al verse se daba una repulsión comparable con la que le provocaba el contacto con las lagrimas de los extraños o la pus. Otras veces otros días, gracias a un poder sobrenatural la mayoría de los días, decía que no había nadie más bella que ella, al menos en esos instantes.
 Esa disociación amor-odio creaba en su mente una serie de   conflictos irreparables, y eso que lo intentaba… probo con amor, con alcohol, con drogas, con llanto, con irse al campo, con llenarse de tareas, con dedicarle la vida al ocio, y aun así no hallaba la salida de este eterno agujero, al que había autodenominado la eterna agonía. Parafraseando a una de sus contadísimas amigas repetía a veces a los gritos la frase: “Cuando me voy a morir para descansar” y luego tomaba un par de tragos con amigos y bendecía el hecho de estar viva. Otras veces hacia retemblar su alma con las duras poesías de Alejandra Pizarnik, y se inducia a estados depresivos increíblemente efectivos para los fines que deseaba, y al fin cuando ya se hallaba cerca de ser un mismo ser con A.P. abandonaba la lectura para dejar de oír las voces de la esquizofrenia que la querían conducir al más allá con su oportuna y por ese mismo motivo adorada escritora.
Tenía muchísimos problemas para relacionarse con las personas, no entendía muy bien porqué y entre las respuestas que obtuvo producto de indagar los porqués de esto recibió una que la adoptó como propia: “Sos demasiado vos”. Ese era su problema. Ser demasiado ella misma y mostrarse tal cual era sin precauciones, sin límites ni filtros, y ante cualquiera, y CLARAMENTE el mundo no estaba listo para eso. Eso hacia que se sienta fuera de lugar todo el tiempo y había desarrollado a modo de autodefensa (irónicamente autoflagelandose) en ella una serie de tics nerviosos que la enloquecían (y ya no sólo hacia adentro) cada día más. Paso de rascarse compulsivamente las piernas hasta sangrar, a arrancarse los pelos de la cabeza de manera compulsiva, de comerse las uñas a limarse los dientes producto de su bruxismo hasta trabar su mandíbula. Ella sabía todo de sí. Sabía como hacer para llorar, en que pensar para sufrir, como hacer para ser feliz, sólo que estos Domingos, estos benditos Domingos elegía el sufrimiento… se conducía lentamente hacia la eterna agonía. Y eso la hacía felíz. Cuando superaba los estados hacia una pintura o algo, o bromeaba haciendo chistes frente a cualquier extraño de lo cercana que estuvo al suicidio esa misma tarde.
Quizá otro costado morboso era ese: el de ver la reacción de las personas ante sus dichos, que ante los estupores causados y las esquivas miradas confirmaban su mas profundo sentimiento, el de que NADIE la quería, a nadie le importaba de ella. “A mi nadie me quiere, nadie me da un beso” como repetía un personaje del libro de Silvina Ocampo “Invenciones del recuerdo”, le gustaba esa frase, quizá porque le gustaría aplicarla en si misma pero no podía. De nada servía, a su entender que ella sea quien era, si todo el mundo lo único que pretendía de sí, era su cuerpo, la carne, lo que sangra. Y no es que se creía bella ni tremendamente atrayente, quizás sostenía tan solo que lo que portaba era una tremenda maldición que producía que nadie la ame. Jamás. Como en los cuentos de hadas le pasa a las princesas, que viene la bruja mala y de niña le profiere un tremendo hechizo que las condena de por vida a ser infelices, con el pequeño detalle de que siempre al final de esos cuentos pueriles, esto era la vida real y la probabilidad de que ella, así en su 8vo mundo, su entorno, sus gustos, su deplorable estabilidad psicológica y su ciclotimia consiga que la rescate un gentilhombre sobre un caballo blanco decaían tremendamente, por no decir que eran nulas. Quizá todo esto era porque vivía en el país de Nunca Jamás, en el de Nunca Jamás serás feliz, en el de nunca jamás te sentirás realizada y conforme con tu vida, en el de nunca jamás te amaran… y tan sólo de ese tipo de nunca jamases.
Hasta que un día…
Ehm. No. Ese día no pasó.